EL RINCÓN DE LOS JILGUEROS -relato-


PROLOGO.“…Un hombre dispara con una escopeta de caza a su mujer y a su hija, y después intenta suicidarse….”
Ocurrió en Osuna, provincia de Sevilla.
Según la Consejera de Igualdad y Bienestar Social, Micaela Navarro, la única solución para estas mujeres acosadas es ingresar en una casa de acogida. Y esto lo dice sin pestañear, después de que el gobierno haya aprobado la ley de “violencia de género”. Curiosa solución que consiste en que a la víctima se la encierre y el verdugo quede suelto.
La “violencia de género”, de la que los telediarios nos dan casi cada día el frío contador (“ya van treinta…, ya van cuarenta…, ya van cincuenta mujeres asesinadas en lo que va de año”) es lo que antiguamente, cuando se publicaba el periódico “El Caso”, que era tal vez el semanario más popular después de El Marca, se llamaba “crimen pasional”.
No hace mucho, un vecino me enseñó su pequeño tesoro, eran ejemplares y ejemplares del semanario “El Caso”, me dejó ojear alguno de ellos y, curiosamente, en uno de la primavera del 62 se narraba, con todo lujo de detalles, un doble asesinato; dos “crímenes pasionales” según el semanario, ocurridos en la misma semana en dos poblaciones muy cercanas entre sí, y que el periódico textualmente sitúa: “En dos poblaciones cercanas en la extensa comarca de Sierra Morena…”. Después, en la información detallada, se identificaba cada una de las poblaciones en las que sucedieron los hechos. En este relato, y por cuestiones obvias, no voy a mencionar estas poblaciones, me consta que hay familiares aún de luto por aquellos acontecimientos.
Valla este relato como homenaje y reconocimiento a aquellas víctimas y a las actuales, y sirva como condena a estos comportamientos deleznables que justifican su crimen, incompresiblemente, en el amor.


***

I. MANUELA.


Aquella tarde de aquel verano era como la del día anterior, como las de la semana anterior, como las del año pasado por estas mismas fechas; era una tarde en la que el poco aire, de tan caliente, te asfixiaba, y desde Montoro a Hornachuelos parecía aletargado, como dormido en la sombra fresca de chaparros y quejigos. Por encima de la tapia del patio se escuchaba el zumbido de las abejas, entretenidas en aguijonear las uvas de la parra, por delante de la tapia, que era un muro de piedra y recordaba al que rodea los huertos de los antiguos conventos, se erguían, apuntando al cielo como la lanza de Don Quijote, dos cipreses verdes que parecían competir por asomarse por encima de ella.
Aquella tarde de verano que parecía que iba a arder Sierra Morena, y fue la última en la que Manuela buscó el rincón más fresco en el patio, y se entretuvo en observar cómo, en los cipreses anunciadores de muertes tempranas, una pareja de jilgueros iban y venían a su nido, no era el primer año que se atrevían a construir su redonda cuna en un lugar tan próximo y visible. Escuchaba el gorjeo y el leve trinar de los pajarillos que de vez en cuando asomaban sus picos marrones entre las verdosas ramas demandando a sus padres alguna pequeña lombriz o algún grano de trigo. Una y otra vez levantaba la vista de la sábanas dónde el punto de cruz, tarde a tarde, se transformaba en una cenefa de flores y cuadritos de colores.
En su pensamiento no dejaban de girar extrañas sensaciones que no sabía explicarse, provocaban en ella soplos de nerviosismo que le impedían atinar con la aguja de bordar; el dedal bailaba en su dedo y los hilos parecían tejer una tela de araña que le oprimía el pecho; miró a los cipreses y los jilgueros no estaban, buscó entre las sombras y el verdor pero no aparecieron los picos marrones solicitando comida; un sobresalto interior quebró aquellos grises pensamientos que parecían aliarse con el sofoco del ausente aire, jadeando se llevó la mano al pecho y en un instante pasaron por delante de sus ojos mil imágenes que se enredaban, giraban, iban, venía… era como un puzle al que le sobran, o quizás le falten, piezas. Estaba enrojecida y sentía en sus mejillas la necesidad de respirar, su boca reseca le pedía un sorbo de agua. Presintió navajas de acero alrededor de su cuello que hundiéndose en su costado hacían manar hilos de sangres y cortinas de luto negro. Intuyó que unas manos grandes, fuertes y temblorosas envolvían su cara y le arrancaban la luz de sus ojos, que cien patadas hacían florecer en su vientre lirios morados y amapolas que de tan rojas parecían azules.

Manuela, mujer de piel curtida entre el rastrojo y el olivo, hacía tiempo que había puesto punto y final a la más grande de sus ilusiones de mocita casadera: tener un buen hombre que la quisiera, que la respetara, que le diera hijos fuertes y sanos y que fuese capaz de envejecer a su lado. Ilusión, sueño de muchacha que en las tardes de los veranos jugaba a hacer ojales, vainicas, festones…. Sueño de moza que con el paso del tiempo sólo se hizo realidad en parte: tenía unos hijos fuertes y saludables, y hasta nietos, lo demás, el amor y el respeto se fue olvidando en cada borrachera, en cada guantazo, en cada insulto, en cada amenaza; se olvidó tan rápido que más de una vez dudó de sus propios recuerdos, era un carrusel, una noria de feria, era una tómbola y sus papeletas ninguna tenían premio. Terminó por conformarse y pensar que sus hijos la querían, que ya estaban crecidos y podían defenderse de los insultos, de las amenazas, de los bofetones… que ella había sido valiente y capaz de plantar, aunque tarde, cara al ultraje que soportó durante tantos años:
- ¡Ven, ven...!
- No, ahora no…que estas borracho…
- ¡Ven o te juro que…...!
- No, por favor….tus hijos están asustados…espera a que duerman…
- ¡Te digo que vengas!...¡Desnúdate!.

- ¡Esta comida es un asco!, ¿Qué te has creído?... Toda la mañana de vecina en vecina, todo el puto día con la aguja y el hilo… ¿Qué piensas? ¿Qué haces mientras yo estoy por ahí “partiéndome los cuernos” en el campo?
- ….En el campo…si. Ordenando las fichas de dominó en la tasca de Julián… !en el campo…!
- ¡Te juro que te mato!, ¡Te juro que algún día…!

- Aquí no vengas… ya hemos aguantado bastante… ¿No crees?
- ! A la mierda el juez y la guardia civil!, ¡esta es mi casa!, ¡y tu, te guste o no, eres mía…¿te enteras? Si… si… muchas leyes sabéis tú y tus hijos… demasiadas…tantas que con ellas me limpio yo lo que tú sabes…!leyes!, hoy sabéis mucho las mujeres…si te parecieras a mi madre o a la tuya…esas no sabían tantas leyes… ¡leyes!... entre las leyes y lo que escucháis en la radio…
- Te he dicho que no entres, porque si entras tendré que ir al cuartel a dar cuenta… no hagas más difícil las cosas…mira que tus hijos no están por aguantar más la mala vida que nos has dado…
- ¡Mala vida!... ¿mala vida?... ¿sabréis vosotros que es la mala vida?... ¡Mala vida!... ¿Qué quieres tu para tener buena vida?... ¿el cortijo del señorito?... ¡Mala vida!...
- Anda….déjalo ya y vete, no quiero que vengan tus hijos y te encuentren aquí discutiendo como siempre, dando voces para imponer por fuerza tu “santa voluntad”. Vete que ya hemos tenido bastante y tú ya no nos necesitas….Vete…
- ¿Se te olvida que esta casa es mía?
- No. A mí no se me olvida que era de mi padre…Sí… ¡de mi padre!, ¿acaso no fue parte de mi dote cuando nos casamos?, ¿no recuerdas que tu padre y el mío pasaron una noche entera discutiendo y regateando sobre que aportaba cada uno a nuestro matrimonio?, ¿no te acuerdas que tu padre le exigió al mío que nos teníamos que quedar viviendo en su casa y a cambio él permitiría que tu labraras los olivos de la Chimorra y el huerto de Villaviciosa?...¿Se te ha olvidado?...!Claro! hace ya tanto tiempo… que el alcohol ha debido de borrarlo de tus recuerdos….!Anda!...vete…
Los jilgueros esta tarde no han venido, no están canturreando en los cipreses; los jilgueros no revolotean alrededor del nido… los jilgueros…
Los jilgueros no quisieron presenciar que los extraños presagios y aquella relativa tranquilidad se hacía añicos como un vaso de cristal al caer al suelo; no quisieron ser cómplices del destino gris que sin querer se iba tejiendo puntada a puntada en las sábanas de Manuela, no podían poner freno a la ira de aquel hombre, no podían dar aviso a nadie, no quisieron ser cómplices de aquel desatino. Los jilgueros también se iban a quedar huérfanos, como los hijos de Manuela.

II. LUISA.

La ladera del monte era como una falda de niña pequeña, estampada de florecillas bancas y rosas; los almendros estaban atiborrados de blanco, un blanco inmaculado, un blanco de nieve, un blanco de cal….un blanco que parecía mecerse como el blanco de la espuma de las olas, un blanco de flor de algodón que con el paso de los días se tornaría verde hoja y almendra marrón.
Los almendros se alineaban cerro arriba y cerro abajo, eran soldados de un ejército de paz, un laberinto blanco por donde el aire se perdía y aparecía arrancando a su paso una lluvia de pétalos blancos que parecían brotar de la nada y convertir Sierra Morena en Sierra Nevada.
Luisa apretaba sus manos contra la cara, enredaba su pelo entre los dedos, se mordía los labios, quería gritar o perderse en el laberinto blanco de los almendros, pero no, estaba allí, sentada en la linde, con los ojos cerrados de tanta lágrima, con las manos abiertas sobre la cara, con los brazos entumecidos y las piernas ancladas en la tierra; al filo de aquel blanco de espuma, que ella cada primavera convertía en olas saladas, en sábanas del ajuar, en paloma de la paz en medio de una guerra imaginaria entre soldados de madera con fusiles verdes y balas de almendras. Estaba sola, y sentía como por sus venas el blanco de la sal se fundía con su sangre roja, como el blanco del azúcar de sus labios se transformaba en el amargor de las almendras verdes. Estaba esperando… ¿Qué esperaba?, ¿Qué todo estallara como un cohete de noche de feria?, ¿Que todo el blanco que la rodeaba se fundiera en un grito? … “tiene piedras en el corazón… tiene piedras en el corazón”… repetía, sin pronunciar palabra, una vez y otra.
La noche anterior había sentido, en la yema de sus dedos la ira de Francisco, no se dejó acariciar, y eso, en un hombre, es mala cosa… es cuando el amor se tiñe de desprecio, las caricias de temor y el futuro de miedo.
- ¡déjame!... tienes las manos sucias!, ¡ Déjame!
- ¿Qué te ocurre?, ¿Qué piensas?, ¿Por qué rechazas mis caricias?
-¡Déjame te digo!, no quiero que tus manos me vuelvan a tocar; no soporto el calor y el olor de otra piel que no sea la mía en tus manos.
- ¿De qué hablas?, dime: ¿Qué piensas?
- No, ya no pienso nada. Ahora son tus manos, luego serán tus piernas, más tarde serán tus ojos, mañana, mañana será todo tu cuerpo el que me será infiel…¿no lo entiendes?
- ¡No!, no entiendo de que me hablas…
- De sobra lo sabes, llevas tiempo intentando ganarte los piropos de Juan, riendo a la más mínima de sus absurdas gracias, mirándolo con los ojos encendidos… ¿Crees que soy tonto o qué?
- Estas confundido, son imaginaciones tuyas; yo no miro a Juan ni a ningún otro…!Sabes que no!.
- Si, eso dices siempre, pero no dejo de pensar…
- ¡No tienes razón!, llevamos juntos más de cinco años, nos conocemos y los dos sabemos que entre nosotros hay…
- Si, entre nosotros hay muchos que quisieran jugar al escondite entre los almendros para sorprenderte y…
- ¡No digas tonterías!
- ¡No son tonterías!, no lo son… sé que te rondan y que a la menor ocasión te harán suya… sé que están al acecho y cuando yo duerma te me robarán.
- ¡Estás loco!... siempre imaginando fantasmas donde no los hay… ya me extrañaba a mí… llevas mucho tiempo sin reprocharme nada, sin inventar historias que terminas creyéndote… ¡tú no estás bien!
- Sí, ya, ahora yo estoy loco… loco, ¿Y tu cómo estás?... No, no me lo digas… ! Estás harta!, Estas cansada de mis suposiciones y de mis celos.
- Otra vez lo mismo…
- Sí otra vez, otra vez y otra vez más… ¡No entiendo porque me tienes que engañar con unos y con otros! ¿Acaso no te doy lo que me pides?, ¿son más hombres que yo?...
- !Ya está!... Es tarde… mañana seguiremos hablando… espero que se te haya pasado…has tenido un mal día…
- No, no se pasará… no se me puede pasar… ¿No lo entiendes?
- ¡Suéltame! ahora soy yo quien no quiere que me toques…
- ¿ves?...no quieres que te toque… claro…
Sentada en aquella linde, donde la noche anterior había escuchado una letanía de reproches, Luisa parecía dejarse morir. Nadie había tocado sus manos, nadie se había mirado en sus ojos, nadie… No entendía como Antonio podía pensar que le estaba siendo infiel, no comprendía aquellos celos y aquella ira que le dominaba de vez en cuando.
Le daba miedo pensar que Antonio la dejara y se rompiera aquella relación. ¿Qué sería de ella?. En el pueblo todos sabían que era la novia del Toni, por un momento estos pensamientos recorrieron de norte a sur su futuro, y le asustó verse despreciada y abandonada por el único hombre del que se había enamorado. Pensó que lo mejor sería dejarlo todo como estaba, tratarle como si la noche anterior no hubiese pasado nada, contentarlo de cualquier forma, incluso darle la razón y pedirle perdón, dar un largo paseo por la orilla del rio, fingir enredarse entre las zarzas, cortar varitas de mimbre…como otras veces.
La tarde era larga, muy larga, tenía tiempo para volver a casa y asearse, ponerse el vestido azul, pintarse un poco, casi nada, los ojos y los labios, peinarse…y esperar a que Toni llegara para volver a los almendros o dar el imaginado paseo; quizás fuese suficiente para alejar de él los malos pensamientos, ya había pasado otras veces y el enfado no le había durado mucho, esta vez sería igual, sí, sería igual. Al terminar este pensamiento separó las manos de la cara, dejó caer sus cabellos sobre la frente, respiró profundamente y en ese instante, retumbaron las flores de los almendros, pareció como si aquel ejercito imaginario cobrara vida iniciando una cruel guerra, en ese instante las almendras que aún eran flores se desprendieron de sus cáscaras y de todo su amargor; un disparo, otro más… y la ladera del monte se tornó en campana que dobla, en grito que asusta, en relámpago de pólvora…en eco de muerte que recorrió de punta a punta toda Sierra Morena.

III. MANUELA Y LUISA.

Fue un momento, un instante, ni tan siquiera eso. Fue como una leve ausencia de tiempo imposible de medir, tan insustancial y a la vez tan extensa que la razón no puede calcular, y fue en ese intervalo insignificante cuando Manuela y Luisa aunaron el pasado, el presente y el futuro. Las dos estaban muertas, a las dos les habían arrancado de cuajo la vida; ahora se tenían la una a la otra. Era como si se conocieran de toda la vida sin haberse visto ni hablado nunca, eran dos sombras que se funden sobre la misma pared. Al verse, al sentir la una la presencia de la otra ni se saludaron, era como si toda la vida la hubiesen compartido, como si el pasado de cada una fuese el mismo pasado y como si destino de cada una fuese un mismo destino.
- ¿Quien ha gritado cerca de los almendros?
- No fue en los almendros, ¡mujer!, fue en otro lugar, un lugar…, cómo te diría yo…, mucho más oscuro y profundo, parecían cipreses, oscuros cipreses…
- ¡No!, ¡te digo que no!, que fue en el almendral florido. Lo vi con estos ojos que ya no ciega el sol. Vi, te lo juro, como el grito arrancaba las limpias flores de cuajo y las arrojaba con rabia al suelo, eran tantos sus pétalos que sonaron secos sobre la estéril tierra, y detrás, vino en oleadas el impío eco del grito, que fue arrancando las pocas flores que quedaban escondidas entre las ramas más altas, hasta que todo se hizo de noche, tanto que creo que nos morimos.
- Sí, fue así, pero te repito que no fue en el almendral. Fue al lado de los cenicientos cipreses donde esconden su nido los jilgueros.
- ¡El grito mujer, el grito! Las flores de los almendros, ¿lo recuerdas?, eran blancas, y las que se rompieron con el grito eran rojas, rojas y ardientes como un pedazo de infierno. Aún las tengo clavadas en los ojos… tú dirás lo que quieras, pero yo juraría que fue en el almendral florido donde alguien gritó, gritó tan fuerte que nos robó las flores y la vida.
- Bueno, si tú lo dices… puede ser.
Sí, puede ser… estoy segura que fue allí.
¿Qué sentido tiene gritar en el almendral, cuando, y tú lo sabes, a lo que invitaba es a silenciarse hasta más allá del silencio?
-… A fabricar esquinas por donde perderse de la mirada de los demás. A morirse y resucitar para saber que aquella blancura no era razón de locura ni sinrazón de paraíso, sino un inmenso pero sencillo almendral florido.
- Y aún menos, a gritar así, de forma tan poco cabal. Vamos, que no me cuadra. Pesadilla de blanca inocencia, ¡por Dios!
- Por eso te lo pregunto, porque no tiene sentido.
- Pues ya te digo, sin sentido, así son al fin y al cabo las cosas de la vida.
- ¿Cuál fue nuestro pecado?
- El querer ver los almendros floridos, o escuchar el pío pío de los jilgueros…
- Nos llevan, nos llevan. Traen un par de cajas tan llenas de sombras que asustan. Son como bocas calladas que te insultan sin posibilidad de defenderte ni de que te defiendan.
- ¿Cual fue nuestro pecado?
- Escuchar el pío pío de los jilgueros o el querer ver los almendros floridos…
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Ellas hubiesen preferido haberse quedado para siempre en aquel universo transparente y sin color, bordando cenefas a punto de cruz, atando y desatando hilos de colores; dejándose cegar por el inmaculado blanco del almendro en flor, pero ya se sabe, el cielo no se hace esperar, y ellas, futuras lágrimas de recuerdos lejanos, imposibles flores de almendros, no iban a ser una excepción; solo los nerviosos jilgueros presentirán, en el verde de ciprés, la sombra de sus almas que, quieran o no sus asesinos, permanecerán en el recuerdo.

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