FLOR DE CENIZAS -relato-


Me sentí lleno de ausencias, en vano  trataba de expresarlo en un poema. Las letras bailaban en los renglones, se resistían –indomables- a formar las palabras que, como fila de hormigas, lograran garabatear en la blancura del folio los vacíos del alma,  los dioses  -entre  borrones-  traían y llevaban la inspiración, la sacaban y entraban por las puertas ficticias del corazón.
 La silueta vacilante del poema se resiste a ser encerrada  entre líneas y trazos,  estaba detenida en la garganta de mi memoria, allí donde la musa se torna palabra y la palabra se hace sentimiento. Intenté, sin conseguirlo, dibujar nuevas palabras con letras usadas,  misión imposible cuando se trata -como yo- de un pintor inexperto, de un poeta naif que dibuja escribiendo nubes con la intención de que los demás imaginen que  ellas son las nodrizas del agua.
Fue en ese momento de indecisión. de escribir una palabra que rime con la del verso anterior o una que ponga en la rima el sabor agridulce de lo inesperado, cuando el reloj de la torre interrumpió dando la hora. Yo, aprendiz de soñador, imaginé que llamaban a la puerta.  Los primeros toques eran rítmicos, sin intensidad, los siguientes fueron más y más fuerte… Conté hasta doce golpes antes que el silencio enmudeciera  las bocas de las campanas.

¡Sí! Aquí estoy… Pase, pase…
El picaporte de la puerta chirrió como si quisiera avisarme –tímidamente- que alguien entraba en la habitación. Sobre la mesa había una lamparilla de aceite, su llama se contoneó como si bailara la danza del vientre, al compás de la hebra de aire, que furtiva se coló en la habitación nada más abrirse la puerta. Fue cuando, de un salto,  entró  dejando atrás el rectángulo de la sombra en la que parecía que había estado escondido cien años.  Jorobado, de un gris verdoso que parecía tiznarte si lo tocabas, aparentado -en su pequeñez- ser el más grande y nervudo de los seres vivos. Afloró a la luz amarillenta, adormilada y dúctil que manaba de la lámpara de aceite,  llegó escondiéndose detrás de una capa trasparente, tejida con el polen y la escarcha que se cierne desde el cielo las noches estrelladas de finales del invierno.
Al mirar su rostro, la voz del recuerdo me gritó al oído que ya lo conocía desde mucho tiempo atrás.
Su ojo derecho estaba en la sombra de la sombra, el izquierdo me escrudiñaba temerosamente, alargado, prolongado, de un color gris humo. La pupila,  con el reflejo de la llama bailarina, le brillaba como si estuviese oxidada. Varios mechones de musgo verde emergían de su sien como el limo de la rivera bajo el agua  que corre y juega a ahogar sirenas azules.  Las ceja parecían pintadas de  pálida plata,  la divertida verruga junto a la boca… todo  intrigó  y molestó a mi memoria.
Instintivamente dejé el cuaderno  sobre la mesa y me levanté del sillón. Él, dio dos pasos adelante y uno para atrás.
Su abrigo, a media pierna, raído estaba abotonado al revés, como los de las mujeres. En la mano traía un gorro, no, no… Era un envoltorio mal atado de color oscuro que encerraba confetis y serpentinas usados en el carnaval de la vida.
Estaba seguro que lo conocía,  que incluso le había tenido un cierto aprecio, pero, en ese momento, no conseguí recordar dónde ni cuándo nos habíamos conocido. Intuí que debíamos habernos visto con frecuencia, d no ser así, yo no tendría el recuerdo de sus labios de arándanos, de aquellas orejas pequeñitas y puntiagudas, de la verruga tan divertida al lado de la comisura de sus labios.

 Inclinándome hacia adelante extendí mi brazo y estreché su mano fría, era ligera, liviana, sutil, casi incorpórea. Él, como un saltimbanqui,  se encaramó en mi hombro y empezó a hablarme al oído apresuradamente.

Dan tanto miedo las calles…
¡Por eso vine! ¡Vine a visitarte!
¿Me reconoces?
En otros tiempos solíamos corretear y jugar juntos durante días enteros.
¿Lo has olvidado?

Su voz, literalmente, me cegó. Estaba turbado,  el eco de la memoria volvió a gritar en mi interior recordándome la felicidad, la despreocupación reverberante, interminable, irreemplazable de la infancia.
No. No puede ser… Estoy  solo.  Debe ser un ensueño caprichoso. Abrí y cerré varias veces los ojos en un intento de convencerme  que el silencio y la luz tenue eran mi única compañía, pero los ojos del alma me avisaban -con sigilo- que  había alguien sentado junto a mí. No era una presencia de espíritu viajero, era un ser de carne y hueso tan inverosímil como los latidos del sueño cuando el corazón le sirve de cuna. Su voz tintineaba, susurraba dorada, voluptuosamente verde y familiar.
¿Ya…?
¿Ya te acuerdas?
Sí,
soy yo… El escandaloso duende del bosque con el que jugabas en tu infancia. He venido a refugiarme en ti porque me han obligado a huir, como a todos los demás.

Suspiró profundamente, tanto que casi acapara, en sus pequeños pulmones, toda la ráfaga aire que había entrado cuando abrió la puerta.  En aquel momento volvieron a mi mente imágenes de trémulos nimbos y frondosas sierpes de hojarasca arrogante, destellos de plata gris de corteza de abedul como salpicaduras de espuma marina. Se inclinó hasta mí, me miró con dulzura a los ojos y dijo:

                                                                                                              ¿Recuerdas nuestro bosque  de abetos tan negros y de abedules tan blancos?... Lo han talado entero. El dolor fue insoportable, vi cómo caían llorando y chirriando sus cortezas hasta que sus almas de madera se quedaban seca de agua y de vida. ¿Qué podía hacer yo? Solo huir, salir corriendo hasta los oscuros  pantanos. Lloré, aullé, grité y hasta  troné como un nubarrón enfadado y solitario. Terminé cobijándome en un bosque de pinos y languideciendo de tanto sollozar. Cuando me había acostumbrado a mi nuevo paisaje, de horizontes altos y de olor a golondrina blanca, llegaron -amenazantes y furiosas- grandes garras de hierro que le arrancaron de cuajo el verde a los pinos… Ya sólo quedan flores de cenizas azulencas de aquel bosque fresco y oscuro, que tenía alma de silencio y madrugadas de búhos blancos.  Otra vez  me vi obligado a marchar, y otra vez me encontré sin bosque, sin bosque maravilloso, espeso y oscuro, sin hogar, sin noche y sin día. Nuevamente me vi sólo, llevándome en los bolsillos los recuerdos de cuando silbaba con furia, aplaudía sin cesar  desde que la montaña vomitaba el alba hasta que al sol se lo comía la tarde, cuando me entretenía confundiendo a los caminantes…¿Recuerdas? En una ocasión te perdiste y llegaste, sin saberlo, al oscuro escondrijo del destino, allí… Donde los senderos se hacen caminos y los caminos dejan de ser veredas para hacerse atajos. Me divertía anudando los senderos, dando vueltas a los troncos de los árboles, haciendo  malabarismos con espejitos de colores, pasaba las noche ideando y experimentando mis ardides mágicos. Todo lo que hacía era para divertirme, era puro juego. Los acontecimientos y la desdicha de verme sin hogar han hecho que en mi florezcan los espinos de la seriedad. Mi nuevo cobijo no es un lugar divertido. Un día,  en el que la niebla era un velo blanco que tapaba  la caída de la tarde, salté de árbol en árbol, corrí por la senda de la esperanza hasta llegar a  un claro del bosque,  la ilusión se tornó desaliento y silencio muerto cuando encontré gente tendida en la cuneta del camino, barranca teñida de  rojo grito, de rojo olvido, de rojo odio… Gente por el suelo, algunos de espaldas, otros caídos de bruces.  Están dormidos, pensé,  e intenté despertarlos y comencé  a hacer ruido batiendo las ramas, bombardeándoles con piñas, ululando, susurrando, así durante una hora entera sin conseguir nada. Luego, miré detenidamente, y me quedé horrorizado cuando nuevamente los ojos del alma y del entendimiento dejaron de engañarse y me mostraron la cara de la muerte, de la fría muerte, de la muerte fría. No pude soportarlo. Di un aullido, salté por los aires, y empecé a correr porque volar no sabía.
Durante muchos meses de días y de noches, estuve vagando por cercanos y lejanos bosques sin encontrar la  paz. Casi llegué  a ser flor de cenizas. Finalmente,  decidí  transformarme en un caminante, en un peregrino sin iglesia que visitar y sin pecados que pulgar. Fue entonces cuando un espíritu amigo, que también andaba huyendo de los demás y de sí mismo, me ayudó. Me dijo que era el Duende de  las Aguas y no salía de su asombro, no hacía sino decir: "¡Qué tiempos nos han tocado vivir, qué calamidad!". Contaba hasta cien y después relataba cómo se divirtió tendiendo trampas a muchas gentes, seduciéndolas hasta las  profundidades mágicas de agua, y cuando las tenía allí abajo, en el fondo dorado del rio,  les cantaba para embrujarlas, para seducirlas  y  hacerlas cómplices de la diversión y el chapoteo de los juegos del agua. Ahora, dice que sólo llegan flotando por el agua personas sin vida, y que el agua del río es como la sangre, espesa, caliente, pegajosa y  no se presta al juego ni a la diversión de mojarse el pelo y dejarse llevar imaginando ser un tritón azul o una sirena verde. Por eso me llevó consigo, para que yo diera testimonio de su historia, de sus mentiras y verdades, de sus cuentas hasta cien sin hacer trampas.
Una mañana llegamos hasta donde el horizonte deja de serlo y se torna cercanía. Entonces me dijo: “Hasta aquí hemos llegado. Vete, hermano, busca más allá una espesura amiga que te cobije, que te proteja y que te dé agua y pan”.  Pero no encontré nada, solo silencio y destierro, frio en los huesos y calor en los ojos, nada, distancia, lejanía, abismo y el humo de hogueras frías. Acabé en esta ciudad pintada de gris. Así fue como me convertí en humano,  incluso he aprendido a hablar y a escribir como vosotros.

De repente se quedó en silencio. Sus ojos relucían como hojas húmedas, tenía los brazos cruzados, y a la claridad vacilante del hilo de luz que se ahogaba en aceite, hacían que le brillaran los ojos como las luciérnagas de sus bosques bendecidos por la imaginación… Solo creo en mí.

Sé que también tú languideces -su voz rielaba de nuevo- pero tu nostalgia, comparada con la mía, tempestuosa, turbulenta, no es sino la respiración acompasada de quien duerme tranquilo. En constante desaliento, la mayoría de nosotros, nos fundimos en remolinos como espirales de niebla, otros,  sin tanta suerte, se dispersaron por el mundo como las semillas de la luz de estrellas. Los ríos están melancólicos, tristes, taciturnos…ya no hay manos inquietas que jueguen a chapotear en el agua con los rayos de sol y confundirlos con chispas de luna. Las yedras trepadoras  que han logrado escapar a la guadaña, están silenciosas y mustias de sed, las luciérnagas apagadas de azul, pálidas… en silencio, mueren, mueren de lástima, en silencio se mueren.
Amigo mío, me iré pronto. Dime algo… dime que me quieres aunque no tenga hogar. Siéntame  a tu lado, dame la mano. Deja que tu piel recuerde los juegos de verano, cuando el arañazo de una zarza se curaba con un poco de saliva o con el rojo beso de la mercromina.

La llamita de luz chisporroteó y se apagó. El silencio se hizo más silencio, por un momento no supe si mis ojos estaban abiertos o cerrados al mundo de los sueños.
Cuando encendí la luz no había nadie a mi lado. ¡Nadie!... Un aroma maravillosamente sutil de abedul, de húmedo musgo, de gota de agua, de bosque encantado, de flor de cenizas me envolvió, fue entonces cuando conté hasta doce golpes antes que el silencio enmudeciera la boca de  las campanas.

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